28 marzo 2025

Melegís en el siglo XVIII


(Relato histórico)

 

“La botica del amanecer”

Melegís, año 1764

 

El sol aún no asomaba tras las lomas de Nigüelas cuando Cristóbal de Miras, boticario del pueblo, ya caminaba entre los bancales, con un cesto al brazo y una de sus hijas al lado. María —la mayor— lo seguía en silencio, observando cómo su padre arrancaba con sumo cuidado flores de malva, hinojo silvestre, ruda y cantueso. A esas horas, decía Cristóbal, “las plantas tienen más alma”.

Vivían en una casita junto a la acequia del revellín, de cal encalada y techo de tejas, donde el olor a hierbas secas y resina impregnaba hasta las sábanas. Su pequeña botica era conocida en todo el Valle. En ella preparaba ungüentos, cataplasmas y jarabes, y hasta el médico de Dúrcal pedía a veces sus fórmulas. Sus hijas lo ayudaban a clasificar las plantas, a secarlas, a moler raíces y a llenar los tarros de loza con etiquetas escritas a pluma.

Cristóbal era un hombre humilde, pero respetado, incluso por los Caballeros de Miras y Calafar y los Caballeros de Saenz-Diente, que tenían sus casas señoriales en la calle La Fuente y al lado de la iglesia. Estas familias dominaban la economía local: poseían olivares, tierras de regadío y cortijos de almendros y cereal. En torno a sus casas se alzaban viviendas más modestas, donde vivían los jornaleros y sus familias, que trabajaban la tierra a cambio de jornal o parte de la cosecha.

Los domingos, el pueblo entero acudía a misa. El cura don Sebastián, hombre serio y cultivado, solía hablar en sus sermones de obediencia, pero también de caridad. Sabía de los sufrimientos del pueblo, y aunque predicaba con dureza, en secreto enviaba a Cristóbal a llevar infusiones calmantes a los enfermos sin recursos.

En la pequeña escuela del pueblo, el maestro Pedro de Saura enseñaba a leer y a contar a los niños varones. Las niñas, si aprendían algo, era en casa, y casi siempre por iniciativa de sus madres. Sin embargo, María, la hija de Cristóbal, sabía leer y escribir con soltura. Había aprendido con viejos libros de medicina que su padre guardaba desde joven. Era curiosa, vivaz y muy observadora. El boticario comenzaba a pensar que, si algún día él faltaba, ella continuaría su labor.

Una tarde de otoño, el Caballero don Gaspar de Miras y Calafar mandó llamar a Cristóbal: su esposa sufría fuertes fiebres. El médico había fallado. Cristóbal, con su canasta al hombro y María a su lado, subió a la casona, cruzando la verja de hierro forjado. Preparó una infusión de corteza de sauce y hojas de tilo, colocó paños fríos en la frente de la dama, y a los tres días la fiebre bajó. Desde entonces, los caballeros miraban a aquel hombre de manos curtidas con un respeto distinto.

Por las noches, Cristóbal escribía en un cuaderno de tapas de pergamino: recetas, observaciones, el nombre de las plantas, y a veces, pensamientos sueltos:

“No hay medicina más pura que la fe de una hija, ni poder más fuerte que el saber humilde.”

Mientras tanto, el olmo de la plaza seguía creciendo. Bajo su sombra, niños jugaban con aros y mujeres hilaban en corro. Aquel árbol ya era viejo amigo del pueblo, y aunque nadie lo decía en voz alta, había quienes creían que su sombra protegía los secretos de generaciones pasadas.

Y así, entre nobles y jornaleros, entre curas y boticarios, Melegís seguía latiendo con su alma antigua y su cuerpo nuevo, anclado a la tierra, al agua y a los nombres que aún resistían en voz baja.

Ilustración:

 

Melegís en el siglo XVIII, con Cristóbal de Miras y su hija recolectando plantas al amanecer, y el pueblo al fondo con sus casas señoriales, humildes jornaleros y el olmo vigilando la plaza.



 

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