(Relato histórico)
“La botica del amanecer”
Melegís, año 1764
El sol aún no asomaba tras las lomas de Nigüelas cuando
Cristóbal de Miras, boticario del pueblo, ya caminaba entre los bancales, con
un cesto al brazo y una de sus hijas al lado. María —la mayor— lo seguía en
silencio, observando cómo su padre arrancaba con sumo cuidado flores de malva,
hinojo silvestre, ruda y cantueso. A esas horas, decía Cristóbal, “las plantas
tienen más alma”.
Vivían en una casita junto a la acequia del revellín, de cal
encalada y techo de tejas, donde el olor a hierbas secas y resina impregnaba
hasta las sábanas. Su pequeña botica era conocida en todo el Valle. En ella
preparaba ungüentos, cataplasmas y jarabes, y hasta el médico de Dúrcal pedía a
veces sus fórmulas. Sus hijas lo ayudaban a clasificar las plantas, a secarlas,
a moler raíces y a llenar los tarros de loza con etiquetas escritas a pluma.
Cristóbal era un hombre humilde, pero respetado, incluso por
los Caballeros de Miras y Calafar y los Caballeros de Saenz-Diente, que tenían
sus casas señoriales en la calle La Fuente y al lado de la iglesia. Estas
familias dominaban la economía local: poseían olivares, tierras de regadío y
cortijos de almendros y cereal. En torno a sus casas se alzaban viviendas más
modestas, donde vivían los jornaleros y sus familias, que trabajaban la tierra
a cambio de jornal o parte de la cosecha.
Los domingos, el pueblo entero acudía a misa. El cura don
Sebastián, hombre serio y cultivado, solía hablar en sus sermones de
obediencia, pero también de caridad. Sabía de los sufrimientos del pueblo, y
aunque predicaba con dureza, en secreto enviaba a Cristóbal a llevar infusiones
calmantes a los enfermos sin recursos.
En la pequeña escuela del pueblo, el maestro Pedro de Saura
enseñaba a leer y a contar a los niños varones. Las niñas, si aprendían algo,
era en casa, y casi siempre por iniciativa de sus madres. Sin embargo, María,
la hija de Cristóbal, sabía leer y escribir con soltura. Había aprendido con
viejos libros de medicina que su padre guardaba desde joven. Era curiosa, vivaz
y muy observadora. El boticario comenzaba a pensar que, si algún día él
faltaba, ella continuaría su labor.
Una tarde de otoño, el Caballero don Gaspar de Miras y Calafar
mandó llamar a Cristóbal: su esposa sufría fuertes fiebres. El médico había
fallado. Cristóbal, con su canasta al hombro y María a su lado, subió a la
casona, cruzando la verja de hierro forjado. Preparó una infusión de corteza de
sauce y hojas de tilo, colocó paños fríos en la frente de la dama, y a los tres
días la fiebre bajó. Desde entonces, los caballeros miraban a aquel hombre de
manos curtidas con un respeto distinto.
Por las noches, Cristóbal escribía en un cuaderno de tapas
de pergamino: recetas, observaciones, el nombre de las plantas, y a veces,
pensamientos sueltos:
“No hay medicina más pura que la fe de una hija, ni poder
más fuerte que el saber humilde.”
Mientras tanto, el olmo de la plaza seguía creciendo. Bajo
su sombra, niños jugaban con aros y mujeres hilaban en corro. Aquel árbol ya
era viejo amigo del pueblo, y aunque nadie lo decía en voz alta, había quienes
creían que su sombra protegía los secretos de generaciones pasadas.
Y así, entre nobles y jornaleros, entre curas y boticarios,
Melegís seguía latiendo con su alma antigua y su cuerpo nuevo, anclado a la
tierra, al agua y a los nombres que aún resistían en voz baja.
Ilustración:
Melegís en el siglo XVIII, con Cristóbal de Miras y su hija
recolectando plantas al amanecer, y el pueblo al fondo con sus casas
señoriales, humildes jornaleros y el olmo vigilando la plaza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario