(Relato histórico)
(Siglo XX en Melegís, centrado en lo cotidiano, en los oficios y el día a día del pueblo, y en cómo los grandes cambios económicos y políticos de España —la guerra, la dictadura, la emigración, la modernización— iban dejando su eco en las calles, las manos y las decisiones de la gente del Valle.)
"Tiempo de esperar"
El siglo empezó como terminó el anterior: los hombres con la azada, las mujeres en los patios, y el mundo girando lejos. Melegís seguía siendo un pueblo de tierra y de agua, con olivares que caían ladera abajo y frutales que perfumaban el verano. Pero poco a poco, el siglo trajo ruido: noticias de reyes que caían, repúblicas que nacían, guerras que quemaban familias.
En los primeros años del siglo XX, la vida rural seguía marcada por el ritmo del campo. Las faenas eran las de siempre: poda, riego, recolección, trilla. Las bestias aún eran el motor: se araba con mulos, se transportaban las aceitunas en serones de esparto, se subía al molino por caminos de tierra. En las eras, la paja volaba con el viento entre risas de niños descalzos.
Pero la economía era dura. La propiedad seguía en pocas manos, y muchos vivían del jornal: recogían, partían almendra, vareaban olivos, cuidaban ganado. A cambio, un puñado de reales o algo en especie. Las mujeres amasaban pan, hilaban, criaban, lavaban en la fuente, y ayudaban también en el campo cuando hacía falta —que era casi siempre.
Entonces vino la Guerra Civil. El campo no fue frente, pero sí frontera: se dividieron familias, se rompieron amistades, se sembró un silencio largo. Muchos hombres fueron al frente. Algunos no volvieron, otros volvieron cambiados. La posguerra trajo hambre, estraperlo, cartillas de racionamiento. Se echaba mano de todo: el horno comunal, los trueques, el tocino escondido, los conejos en la cuadra. Se vivía como se podía, con miedo y con dignidad.
Durante el franquismo, llegó algo de orden... y mucha obediencia. El cura, el maestro, el secretario del Ayuntamiento: cada uno con su sitio. Los domingos se iba a misa con la ropa buena, y los niños estudiaban lo justo para aprender a leer, escribir y saberse el cara al sol. Las mujeres seguían sin voz pública, pero llevaban el mundo sobre los hombros. Algunos hombres se afiliaban a sindicatos verticales, otros callaban. Todos trabajaban.
A partir de los años 50, muchos jóvenes empezaron a emigrar. Algunos a Granada, otros a Barcelona, Francia o Alemania. Se fueron con una maleta de cartón, un par de camisas y una carta de recomendación. Desde entonces, llegaron a Melegís los primeros billetes de fuera, las primeras fotos en blanco y negro con abrigos nuevos en plazas lejanas. Los campos empezaron a quedarse solos.
Con el tiempo, la electricidad llegó a cada casa, luego la televisión. Se asfaltaron caminos, se construyó una nueva escuela, se modernizó el molino. Pero aún se seguía vareando como siempre, aún se guardaban los higos secos en cañizos, aún se rezaba el rosario en los portales en las noches de verano.
Y aunque todo cambiaba en Madrid, en el Valle de Lecrín los cambios venían como en los barrancos: despacio, pero con fuerza. La muerte de Franco, la transición, las primeras elecciones… todo se vivió con prudencia. Los mayores recordaban los tiempos de la república, los jóvenes querían mirar al futuro.
Y el olmo seguía allí. Más viejo, más sabio. Sombra de bodas y entierros, de secretos y promesas. Bajo sus ramas, cada generación aprendía a esperar. Porque en Melegís, en el fondo, siempre se ha sabido que la historia pasa… pero la vida queda.
Ilustración:
Melegís en el siglo XX, con escenas entrelazadas de trabajo, emigración, vida rural y memoria compartida bajo el olmo centenario.
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