La piedra que cantaba
Hace no tanto, cuando aún se recogía el agua en cántaros y los niños jugaban descalzos en los márgenes del río, una niña de Béznar llamada Ana solía escaparse cada tarde a la orilla del embalse. No le gustaba el ruido del pueblo ni las conversaciones de mayores. Prefería el silencio del agua y el murmullo de las hojas.
Un día, mientras recogía piedrecitas para lanzarlas al agua, encontró una piedra distinta: lisa, redonda, y con una veta dorada que brillaba al sol. La guardó en el bolsillo sin pensar demasiado.
Esa noche, mientras intentaba dormir, escuchó un sonido leve. Como un silbido, una melodía suave, apenas un susurro. Se asomó a la ventana. Nada. Pero el sonido volvía cada vez que la piedra estaba cerca.
Al día siguiente, al dejarla de nuevo junto al agua, el canto desapareció. Y cuando volvió a recogerla, la melodía regresó. Ana no entendía por qué, pero sentía que la piedra tenía vida. No hablaba con palabras, sino con música.
Durante semanas, fue su secreto. Llevaba la piedra al embalse y la sostenía entre las manos. A veces el canto era alegre, como un fandango, otras veces lento, como un lamento. Pronto, empezó a notar que las canciones se parecían a lo que ella sentía.
Un día, tras una tormenta fuerte, el camino al embalse se volvió peligroso. Ana dejó la piedra bajo un olivo, prometiendo volver. Pero cuando regresó… ya no estaba. Solo encontró una hoja seca con una nota escrita en caligrafía antigua:
“Las piedras del agua cantan solo a quien las escucha con el corazón limpio.”
Desde entonces, algunos vecinos dicen que, en los días nublados, si caminas en silencio por la orilla del embalse, puedes oír una melodía que no viene de ningún sitio. Y que, si tienes suerte, una piedra brillante te espera bajo algún olivo, dispuesta a cantar... si estás dispuesto a escuchar.
El mosquetero que disparó al cielo
Cada mes de septiembre, cuando el sol aún calienta pero las sombras ya se alargan por las calles blancas de Béznar, suenan los truenos de los mosqueteros del Santísimo. No es guerra, ni teatro: es fe antigua. Ellos, con sus camisas rojas, chaleco marrón, faja roja y mosquetes de avancarga, acompañan la procesión con estruendos que protegen, honran y despiertan a todo el pueblo.
Pero hace muchos años, según cuentan los abuelos, uno de aquellos mosqueteros cambió el rumbo de la fiesta con un solo disparo.
Se llamaba Juan el Rubio, y era el más joven de todos. Esa era su primera procesión como mosquetero. Su padre y su abuelo lo habían sido antes que él, y le habían dicho:
"Dispara con fe. Que tu mosquete hable por tu alma."
La procesión comenzó, como siempre, con cohetes, campanas y palmas. El Santísimo avanzaba por la calle principal, y uno a uno, los mosqueteros lanzaban sus salvas al aire, marcando el paso de la imagen.
Pero cuando le tocó el turno a Juan, justo al salir la custodia de la iglesia, su mosquete se atascó. No disparaba. Él miró al cielo, alzó el arma, y dijo en voz baja:
"Este es por los que no pueden estar."
Y en ese momento, el mosquete estalló en un disparo limpio, fuerte, brillante, que muchos juran que sonó diferente. Dicen que una paloma blanca salió volando del campanario justo en ese instante, y el aire se llenó de olor a incienso, aunque nadie lo había encendido aún.
Desde entonces, se dice que cada año, en la primera salva, hay un disparo que suena más alto que los demás. Nadie sabe de quién es, ni quién lo dispara, pero todos guardan silencio un segundo cuando ocurre.
Y los más viejos, con los ojos brillando, dicen:
—Ese es Juan el Rubio, que sigue tirando por los suyos, aunque ya no esté.
El primer disparo que escucho Manuel
Se llamaba Manuel, tenía ocho años y unas ganas enormes de saberlo todo. Era su primer año viviendo en Béznar. Su familia se había mudado desde la ciudad, donde los domingos eran tranquilos y los cohetes, solo de feria.
Pero ese domingo no era cualquier día.
La abuela le había dicho:
—Hoy es el día del Señor… y el día de los mosqueteros. Te va a temblar el alma, ya verás.
Manuel no entendía qué tenía que ver la iglesia con esos hombres que había visto ensayando con mosquetes por la plaza. Llevaban camisas rojas, chaleco marrón, fajas rojas y botas fuertes. Iban serios, como soldados antiguos, pero no gritaban. Caminaban despacio, con solemnidad.
Cuando llegó la hora, la iglesia se abrió y la Custodia salió bajo palio. Todos se callaron. Ni una mosca. Ni un niño lloraba.
Entonces, el primer mosquetero levantó su arma al cielo, y...
¡PAM!
El disparo fue seco, fuerte, redondo. El pecho de Manuel dio un salto. No por miedo. Sino porque sintió que ese trueno no asustaba… era como una señal.
Uno a uno, los mosqueteros disparaban al paso del Santísimo. Cada tiro era diferente. Uno más grave. Otro más largo. Otro más sereno. Y en todos, algo dentro de Manuel se despertaba.
Cuando todo terminó, Manuel no preguntó nada. Solo se quedó quieto. Al final del día, mientras cenaban en casa, dijo en voz baja:
—Abuela… cuando sea mayor, ¿tú crees que me dejarán disparar?
Ella le sonrió, como quien ya lo sabía.
—Si lo haces con respeto, sí. Pero primero, tienes que aprender a caminar recto… y a guardar silencio como hoy.
Y desde entonces, cada año, Manuel se pone su mejor camisa roja, se sienta en el borde de la plaza, y mira a los mosqueteros como quien ve pasar el futuro.
Y todavía, cuando suena el primer disparo, le tiembla el alma. Pero ya no del susto.
Del orgullo.
El disparo heredado de Manuel que llegaría a ser un buen Mosquetero
Se llamaba Manuel, como su abuelo. Y como su abuelo, había esperado este día desde niño.
Pasaron los años. El asombro de aquel primer disparo se había convertido en una promesa. Ya no era un niño sentado en el bordillo de la plaza. Ahora, llevaba puesta la camisa roja, el chaleco marrón, y el mosquete en la mano. No era de él: era el mismo mosquete que usó su abuelo, su tío, y otros antes que él.
La noche anterior, su madre se lo dio envuelto en una manta.
—“Te lo dejó tu abuelo. Dijo que era tuyo cuando tu alma estuviera lista.”
—“¿Y cómo se sabe eso?”
—“Cuando no disparas por ti. Sino por todos.”
Manuel durmió poco. Soñó con pasos firmes, con pólvora, con la plaza en silencio. Se despertó antes del alba. Se puso la ropa como si fuera un traje de ceremonia. Porque lo era.
En la iglesia, el Santísimo brillaba como nunca. Y los viejos mosqueteros lo miraban con respeto. No por joven, sino porque sabían que esa mirada suya era igual que la suya la primera vez.
Cuando llegó su turno, levantó el mosquete. Lo notó más pesado de lo que recordaba. Apuntó al cielo. Y en ese instante, no pensó en el ruido. Ni en si lo hacía bien. Ni en quién miraba.
Pensó en su abuelo. En su abuela. En el niño que fue. Y en el pueblo entero.
¡PAM!
El disparo sonó seco, limpio, lleno. El eco rebotó en las paredes blancas. El Santísimo seguía avanzando. Y Manuel bajó el mosquete con la emoción atrapada en la garganta.
—“Ahora sí,” dijo su madre desde la acera, sin alzar la voz. “Ahora es tuyo.”
Y esa noche, en la casa vieja, Manuel limpió el mosquete con el mismo trapo que usó su abuelo. Lo colgó sobre la puerta. Y escribió, sin quererlo, la primera línea de su propia historia como mosquetero.
El juramento del mosquetero
En Béznar, cuando se oye el estruendo seco del primer disparo, el pueblo entero guarda silencio. No es una fiesta cualquiera. Es el día del Santísimo, y los Mosqueteros —con sus camisas rojas, sus chalecos marrones, sus mosquetes brillantes al sol— no desfilan: custodian.
Dicen los mayores que esta tradición viene de antiguo, de cuando los hombres del pueblo bajaban armados a la iglesia no por ceremonia, sino por necesidad: para defender el Corpus, el Sacramento, y la dignidad de su gente.
Y entre ellos, hubo uno que dejó huella: Juan el Zurdo, mosquetero desde los catorce años.
Cada año, Juan limpiaba su mosquete con mimo, preparaba su faja roja, y la noche antes de la procesión dormía con el arma apoyada en la pared, como si fuera un compañero fiel. Decía que disparar al paso del Santísimo era más que un honor; era una promesa.
Un año, ya mayor, le temblaban las manos. Sus hijos le pidieron que no saliera. Pero él dijo:
—“Mientras me tenga en pie el juramento, el disparo me saldrá recto.”
Y así fue. Cuando la Custodia salió a la plaza, Juan disparó al cielo con la firmeza de un roble. Fue su último año como mosquetero.
Al año siguiente, no pudo estar. Pero alguien —dicen que su nieto— disparó en su lugar, con su mosquete, desde su sitio exacto.
Desde entonces, cada vez que un mosquetero nuevo se estrena, alguien en voz baja dice:
“Que suene el trueno como el de Juan el Zurdo.
Que no tiemble el brazo.
Que no tiemble la fe.”
Continuamos con el relato de Manuel el Mosquetero de Béznar.
El segundo año
Un año después de su primer día como mosquetero, Manuel volvió a vestirse con el traje que ya no le parecía extraño, sino propio: la chaqueta roja, el chaleco marrón, la faja, el pañuelo al cuello, y el sombrero floreado. Esa mañana, frente al espejo, ya no vio un muchacho nervioso. Vio a un hombre que formaba parte de algo más grande que él.
El mosquete —el de su abuelo, el de su madre guardado con mimo— ya no pesaba igual. No era por el metal, sino por lo que representaba.
La plaza de Béznar, aún en sombra, esperaba el estallido de la mañana. Los mosqueteros se alineaban, cada uno en su sitio, con las caras serias y los ojos atentos.
Cuando la Custodia salió bajo palio, Manuel sintió el mismo nudo en el estómago del año anterior, pero esta vez sabía qué hacer con él.
Apuntó al cielo y disparó la primera vez. Firme. Sólido. El estallido retumbó en las paredes blancas y el eco pareció devolverle un saludo antiguo.
Volvió a cargar. Otro disparo. Luego otro.
Cada estampido era un gesto de honor, de fe, de pertenencia. El humo de la pólvora se mezclaba con el incienso, y Manuel, entre paso y paso, ya no se sentía un recién llegado. Era uno más.
Cerca del final, un veterano se le acercó. Le puso la mano en el hombro con firmeza.
—“Ahora sí —le dijo— ya has aprendido a disparar con el alma, no solo con las manos.”
Y Manuel asintió en silencio.
Al terminar, en casa, limpió su mosquete como había visto hacer a su abuelo. Y escribió, en un trozo de papel que guardó en la caja:
“Segundo año. Ya no soy el que observa.
Disparo por los que lo hicieron.
Y para que nunca falte quien lo haga.”
El tercer año de Manuel el Mosquetero
El tercer año fue distinto desde el principio.
Manuel ya no tenía dudas en las manos ni temblores en los hombros. Sabía cómo se preparaba el mosquete, cuándo llegaba el momento exacto, dónde colocarse y cómo respirar para que cada disparo resonara justo donde debía.
Pero esa vez, alguien lo estaba observando.
Un chiquillo, tal vez de once o doce años, con la camisa metida a medias, un pañuelo mal atado, y los ojos clavados en él. Lo había visto otros años entre el público, pero esta vez venía con los ojos abiertos como si quisiera absorberlo todo.
Se acercó al grupo durante el ensayo. No hablaba. Solo miraba.
Uno de los veteranos le dijo en voz baja:
—“Ese será el próximo. Si tú quieres.”
Y Manuel, sin pensarlo, le hizo un gesto para que viniera.
No le habló de religión ni de historia. Le enseñó a cargar. A limpiar. A respetar el orden, el silencio y el honor. Le dijo que cada disparo tenía que hacerse con sentido, no por ruido ni por costumbre.
Cuando llegó el día grande, Manuel se colocó en su sitio de siempre. Disparó como ya sabía. Una vez, otra, y otra. Firme. Con ritmo. Con temple.
Pero lo que más recordaría ese año no sería el eco de sus tiros, sino el momento en que, al mirar de reojo, vio al muchacho junto al grupo, aún sin mosquete, pero con el cuerpo erguido, copiando hasta su respiración.
Esa noche, al guardar el arma, no escribió nada en la caja. Solo colocó dentro un papel en blanco y un lápiz.
Porque ahora le tocaba al siguiente escribir su historia.
El cuarto año de Manuel el Mosquetero
El cuarto año de Manuel no comenzó con nervios ni con ilusión. Comenzó con una mirada.
La del niño que el año pasado lo imitaba en silencio, ahora vestía igual que él. Camisa roja, chaleco marrón, faja roja en la cintura, pañuelo blanco al cuello, y un sombrero floreado que le caía sobre la frente. Sostenía el mosquete con las dos manos, como si cargara el alma del pueblo.
Manuel no tuvo que decirle mucho. Solo lo acompañó durante el ensayo, le corrigió un par de gestos, y cuando llegó la noche anterior a la procesión, le entregó una caja de madera sin decoraciones. Dentro, el papel y el lápiz que había dejado en blanco un año antes.
—“Escribe lo que sientas después de disparar. No antes. Antes se siente respeto. Después… se entiende.”
El día grande fue como todos, pero también como ninguno.
Las calles blancas, el sol en alto, los vecinos esperando el primer estampido. El Santísimo salía bajo palio. Los pasos, la brisa, los ojos entornados.
Y entonces, el niño disparó.
No fue perfecto. El retroceso le hizo temblar un poco. Pero el sonido fue redondo. Limpio. El eco volvió con dulzura. Los veteranos no dijeron nada. Pero sonrieron.
Manuel disparó después. Tranquilo. Sin prisa. Como quien responde, no como quien compite. Y por primera vez, su disparo no fue lo más importante del día.
Esa noche, el niño —que ahora ya tenía nombre, Rafa— vino a devolverle la caja. Pero Manuel la rechazó.
—“Ahora es tuya.
Y el año que viene, busca a otro para entregársela.
Siempre hay alguien que mira en silencio.”
Y al cerrar la puerta, Manuel pensó que el ruido de los disparos, por fuerte que fuera, nunca taparía lo que se dice en silencio entre generaciones.
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