06 abril 2025

Una vida, entre cultura, poesía y espiritualidad

 


Miguel Ángel Molina Palma: una vida entre poesía, cultura y espiritualidad


Miguel Ángel Molina Palma nació en 1964 en el Valle de Lecrín, Granada. Desde temprana edad, su vida estuvo marcada por el ir y venir entre Padul y Melegís, dos pueblos que forjaron su alma sensible y poética. El contacto con la naturaleza, los olores del campo, las acequias cantarinas y los viajes en la Alsina entre un pueblo y otro fueron moldeando su percepción profunda de la vida.


Primeros pasos poéticos y culturales


Con apenas diez años comenzó a escribir sus primeros poemas, movido por una melancolía infantil que le llevó a coger la libreta y volcar en ella sus emociones. A los dieciséis, recitó públicamente por primera vez en la Primera Semana Cultural de Padul. Pronto se interesó también por la historia del municipio de El Valle, y con esfuerzo y curiosidad juvenil, investigó documentos antiguos en archivos y bibliotecas.


Madrid: cultura, poesía y trabajo


En 1982 se trasladó a Madrid, donde trabajó durante siete años en la Caja Postal de Ahorros. Allí, además de su actividad laboral, colaboró en varias revistas internas de la empresa como Mundo Botonil, Caja Postal y Relieve. Al mismo tiempo, comenzó su vida cultural madrileña publicando artículos y poemas en revistas locales como Eco Norte y Área Norte, donde fue colaborador y redactor.


Su trabajo en Área Norte lo puso en contacto con intelectuales, escritores, médicos, humoristas y periodistas de la época. Su sensibilidad y su pensamiento profundo se reflejaban en artículos como “¿Por qué no construimos puentes?” o “El hombre, un creador inconsciente”.


También estudió en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Madrid y participó en actividades teatrales, incluyendo un corto sobre Charlie Chaplin. Esta etapa madrileña fue bohemia, intensa y llena de creatividad, y sentó las bases de su compromiso con la cultura y la expresión artística.


Etapa onubense: la poesía y la tertulia


En 1992, Miguel Ángel se trasladó a Huelva tras aprobar las oposiciones de Auxiliar de Justicia. Allí vivió una etapa de gran efervescencia cultural y afectiva. Se incorporó a las tertulias literarias del bar 1900, conocidas como “Las Noches del 1900”, organizadas por Uberto Stabile, y compartió amistad y escenario con poetas como Juan Venegas Columé, artistas como Pilar Domínguez Toscano, y creadores como Bacedoni o Antonio de Padua Díaz.


Durante esta etapa publicó su primer libro de poemas, Viento de polvo y éter, en 1993, y su segundo, Vida que ilumina amor, en 1995. Participó también en artículos para Huelva Información, La Voz de Huelva, y colaboró con el historiador Antonio Martínez Navarro. Junto a Bacedoni, impulsó la sección "Diseño y poesía de Huelva" en prensa. Fue una época de intensa producción literaria, tertulias, amistad y creatividad.


Málaga y el camino hacia la naturopatía


En 1999 se trasladó a Málaga, donde además de su trabajo en la Administración de Justicia, profundizó en el estudio de la medicina natural. Se formó como quiromasajista y naturópata, completando un Máster por Acena y diplomaturas en centros especializados. Esta nueva etapa vital se vio acompañada por un creciente interés por la salud, el cuerpo, el bienestar integral y la espiritualidad. También organizó talleres de risoterapia, pintura, y siguió escribiendo, viajando y participando en actividades culturales.


Vínculo con El Valle y vocación cronista


En 2002 fue nombrado cronista  del municipio de El Valle, y desde entonces ha participado activamente en la vida cultural de la comarca. Ha escrito en el periódico El Valle de Lecrín, cubriendo eventos, fiestas populares, exposiciones y tradiciones. En 2003 dio el pregón de las fiestas patronales de Melegís, en honor a San Antonio de Padua, y en 2004 el pregón de las fiestas de Saleres, dedicadas a Santiago Apóstol. También estuvo presente en iniciativas como la Fiesta de la Naranja, la Fiesta de la Teja y colaboró con asociaciones culturales del Valle.


Encuentros significativos: Ian Gibson y otros amigos


Durante los años 90 y 2000 tuvo diversos encuentros con el hispanista Ian Gibson, quien vivió en Restábal y compartió con Miguel Ángel su amor por el Valle de Lecrín. Estas conversaciones giraban en torno a Lorca, el paisaje, la historia local, y las luces del pueblo. También compartió momentos con personajes relevantes del ámbito literario andaluz y nacional.


Conversión espiritual: el encuentro con Dios


A los 47 años, Miguel Ángel vivió una profunda transformación espiritual. Tras una vida como católico, se convirtió al cristianismo evangélico, comenzando a asistir a la Iglesia Nueva Generación. Vivió experiencias de sanación, visiones espirituales y manifestaciones del Espíritu Santo. Fue ujier, participó en cultos, ministraciones, y recibió el bautismo del Espíritu con el don de lenguas. Su vida interior se volcó hacia una relación viva con Dios, y sus escritos reflejan esta nueva dimensión espiritual, en la que el sufrimiento, la enfermedad y la soledad fueron canalizados hacia la fe, la gratitud y la redención.


Fuente de Vida: el legado


Su blog Fuente de Vida: Miguel Ángel Molina Palma recoge muchos de sus textos, reflexiones, poemas y artículos de toda una vida. Es un espacio vivo de expresión, donde se entrecruzan la poesía, la espiritualidad, el compromiso con la cultura local y la celebración de la vida sencilla, los pueblos y sus gentes.


Conclusión


Miguel Ángel Molina Palma es un hombre profundamente vinculado a su tierra, a las palabras y a la búsqueda del sentido. Su vida ha sido una peregrinación por los caminos de la poesía, la amistad, la cultura, la salud y la fe. Ha tendido puentes entre generaciones, ha documentado la historia de su pueblo, ha compartido su alma en cada verso, y ha buscado la luz incluso en los tiempos más oscuros. Su biografía no es solo la de un escritor o un cronista, sino la de un testigo del alma humana.

Entre Amigos


 ENTRE AMIGOS (Relato en primera persona)

Por Miguel Ángel Molina Palma

Al igual que el arco iris tiende sus brazos desde el cielo hacia la tierra, así he querido siempre tender los míos hacia cada rincón de la vida. He buscado en la palabra, en la poesía, en la historia y en la amistad una respuesta al enigma de la existencia.

Mi infancia se repartió entre Melegís y Padul. Primero Melegís, donde pasaba largas temporadas hasta los cinco años; luego Padul durante el curso escolar, regresando a Melegís en vacaciones. Aquellos viajes en la Alsina, junto a mi madre, entre la niebla de Dúrcal y los amaneceres del Valle, me despertaban una extraña conciencia, como si algo muy profundo se moviera en mí. El olor de las aulagas quemadas en San Sebastián, el rumor de las acequias, las fuentes y lavaderos, la laguna del Padul… Todo forjó lentamente mi alma de poeta.

Fue en Padul donde, con apenas diez años, escribí mis primeros versos. El cambio de casa en la calle Capitán Cortés, un abril nublado y melancólico, me impulsaron a coger una libreta y escribir. A los dieciséis recité por primera vez en público en la Semana Cultural de Padul. Y desde entonces, la poesía no me ha abandonado.

En 1982 me trasladé a Madrid y trabajé en la Caja Postal durante siete años, pasando por diversos departamentos y publicando mis poemas en revistas como Mundo Botonil, Caja Postal y más tarde en Relieve. Aquel tiempo fue de bohemia, creatividad, amistad y humor. Disfruté de grandes momentos con compañeros como Torralba, Faustino, Juan Carlos, Córdoba o Walter Seeman. La risa fue medicina diaria.

Viví en el Barrio del Pilar, donde colaboré en las revistas Eco Norte y Área Norte. En esta última, además de escribir, ayudaba con el diseño y la publicidad. Compartí letras y mesa con Carlos Junyent, Enrique Velasco, Baixeras, Kalikatres, Codesal, entre otros. Recuerdo los artículos que escribí por entonces, como “¿Por qué no construimos puentes?”, en los que ya se asomaba mi preocupación por el rumbo de la humanidad.

Estudié Artes Aplicadas, destacando en escultura y volumen, y alternaba mis tardes entre cafeterías, amigos y creación. Esa etapa fue clave para descubrir facetas nuevas de mí mismo.

En 1993, ya en Huelva, publiqué Viento de polvo y éter, mi primer libro de poemas, con prólogo de Juan Venegas Columé. Me integré en las tertulias culturales del bar 1900 junto a Uberto Stabile, Pilar Toscano, Bacedoni, Antonio de Padua Díaz, entre muchos otros. Allí compartíamos poesía, debates y presentaciones de libros. En 1995 publiqué Vida que ilumina amor, y colaboré con medios como Huelva Información y La Voz de Huelva. Con Bacedoni, además, lanzamos la sección “Diseño y poesía de Huelva”.

En 1999 me trasladé a Málaga y comencé una nueva etapa de crecimiento interior. Me formé como naturópata y quiromasajista, obteniendo el máster por Acena y la diplomatura por Aula. Conocí a Alberto Lorigados, antiguo compañero de la Caja Postal, reencontrándonos tras 19 años en un aula malagueña. Los caminos de la vida tienen esas sorpresas.

Mi amor por el Valle me llevó a ejercer de cronista desde 2002 para el Periódico El Valle de Lecrín. Narré actos, fiestas, recuerdos… desde la Fiesta de la Teja en Melegís, donde recité junto a mi padre y mi hermana, hasta la Fiesta de la Naranja, la Feria del Cítrico, o el programa “Mira la Vida” de Canal Sur. Como cronista, conté historias, entrevisté a vecinos y recogí la esencia de nuestra tierra.

Mi encuentro con Ian Gibson también fue significativo. Coincidimos en Melegís, en Huelva y en actos conmemorativos. Recuerdo sus peticiones sobre las luces y el nombre de su calle en Restábal, y su amor (y desencanto) por nuestro Valle. Tal vez nos volvamos a encontrar. Las amistades tienen ciclos.

Y así, entre versos, caminos, oficios, amigos, artículos, conferencias, risas y silencios… he ido dejando un rastro en este mundo, sembrado de palabras y de vida.

Porque he creído siempre en el poder del amor, de la amistad verdadera y en la belleza que habita aún en este mundo a veces quebrado.

¡¡¡Brindemos por la amistad y por la vida!!!
Porque la vida no es corta ni larga.
La vida… es vida.
Y nada más.


05 abril 2025

15. Resumen de mi vida desde que nací hasta los 47 años


15. Resumen de mi vida desde que nací hasta los 47 años

 

Me llamo Miguel Ángel Molina Palma. Nací el 10 de mayo de 1964 a las 10:10 de la mañana, en la Residencia Sanitaria Ruiz de Alda, en Granada. Mi padre, José, estaba en Francia trabajando en la remolacha cuando vine al mundo. Soy el segundo hijo de mis padres, después de mi hermano mayor, José Antonio. Viví mi infancia entre Melegís, El Padul y Restábal, en el corazón del Valle de Lecrín. Crecí en una casa con corral, cuadra y pajares, donde criábamos gallinas, patos y mulos, y donde los días transcurrían entre juegos, tareas rurales y la compañía de mi familia.

 

Desde muy pequeño fui un niño observador, sensible, feliz y profundamente curioso. Con apenas diez años escribí mi primer poema, "Trotacaminos", y supe que la poesía sería una vocación inseparable de mi vida. Era zurdo, soñador y amante del silencio interior. A los diez años, una fractura en el brazo izquierdo marcó mi infancia con una larga recuperación en la Clínica San Rafael.

 

Cursé mis primeros estudios en el Colegio Nacional San Sebastián de El Padul, luego en el colegio de Restábal, y más adelante los cursos de BUP en el Virgen de Gracia de Granada. Durante un tiempo, estuve en el Seminario Menor de San Cecilio, donde mi fe católica se fue perfilando junto a mi vocación literaria. Mis profesores, amigos como José Luís Prat Lupiáñez, y los libros, fueron faros en esos años.

 

Entre los 16 y 19 años viví una etapa de búsquedas intensas. En 1980 asistí a la Mariápolis en Salamanca. Intenté entrar en el Seminario Mayor, pero fui disuadido por el rector del Seminario Menor. Comencé a trabajar como botones y luego como ordenanza en la Caja Postal de Madrid, donde firmé contrato indefinido en 1983. Viví en pensiones, completé COU en el Instituto San Isidro, y comencé a publicar poemas en revistas como Mundo Botonil. Fueron años de vida bohemia, amistad, poesía y noches largas.

 

A los veinte, ya instalado en Madrid, viví una intensa vida cultural. Publiqué poemas como La suave brisa de los mares, Negación, o Verde corazón del Valle, y registré mi poemario "Viento de polvo y éter". Estudié arte dramático en Musi-Vox y después Artes Aplicadas. Participé en tertulias, viví una vida comprometida con lo social, la poesía, la música y la espiritualidad. Colaboré en Eco Norte y Área Norte.

 

A los 25 pedí excedencia en la Caja Postal. Durante esos años trabajé como monitor de natación, camarero, vendedor de libros con Plaza y Janés, recorriendo media España. Me trasladé a Granada y aprobé las oposiciones a Justicia. En 1992 empecé a trabajar como auxiliar en Huelva, donde viví una etapa profesional y literaria intensa, con tertulias como la del bar 1900.

En 1993 publiqué "Viento de polvo y éter", 500 ejemplares. En 1995 publiqué "Vida que ilumina Amor", 100 ejemplares y estuve implicado en la vida cultural onubense. Viajé al Balneario de Tolox, estudié, trabajé en la Junta Electoral y viví con intensidad afectiva y espiritual. En 1996, comencé la carrera de Derecho en la Universidad de Huelva. Practicaba deporte, asistía a congresos jurídicos y frecuentaba bares como Cochabamba y Escarlata.

 

En 1997 sufrí ansiedad laboral y estuve de baja. Alternaba Huelva y Melegís, colaboraba con la Asociación Alonso Sánchez y mantenía una relación con Ana de Valverde. En 1998-1999 obtuve plaza en Málaga, donde seguí escribiendo, publicando y participando en la vida cultural. Falleció mi abuelo Antonio Palma, y mi vida alternaba entre el arte, la introspección y la familia.

 

Entre 2000 y 2001 profundicé en la espiritualidad. Viajé a Italia, comencé a estudiar naturopatía y practiqué principios gnósticos. Me sumergí en la pintura, los sueños lúcidos y la simbología. En Venezuela conocí a Cecilia Chacón, con quien viví una relación a distancia. En 2002 organizaba talleres de risoterapia, una actividad que me marcó profundamente, combinando sanación emocional y gozo compartido.

 

Entre 2003 y 2007 viví una etapa marcada por emociones intensas, búsquedas amorosas y crecimiento interior. Tuve relaciones con Celsa, celebré fiestas, asistí a bodas, sufrí pérdidas emocionales, y cuidé de mi salud física y mental. Participé en exposiciones como “Entre agua, azahares y naranjos” y doné más de 70 libros a la Biblioteca de Melegís. Practiqué sevillanas, retomé la pintura al óleo, viví el fallecimiento del Papa Juan Pablo II, y sentí intensamente los altibajos del alma.

 

A los 47 años viví mi conversión espiritual. Dejé la fe católica un poco al lado, para hacerme cristiano evangélico. Comencé a asistir a la Iglesia Nueva Generación, donde ejercí como ujier. Viví experiencias espirituales profundas: visiones, sanaciones, revelaciones y el bautismo del Espíritu Santo. Sentí la unción de Dios sobre mí, vi como las enfermedades se rompían durante la adoración, y comencé a hablar en lenguas. Aunque atravesé enfermedades físicas, ansiedad y soledad, me sentí fortalecido en la fe. Empecé a entender el sentido del dolor y el poder del perdón, de una forma diferente a como lo había visto en el catolicismo.

Reconocí las traiciones sufridas, los ataques espirituales y las tentaciones, pero también la presencia viva del Espíritu Santo en mi vida. Declaré mi fidelidad al Señor y afirmé que el único pacto que reconozco es el de la sangre de Jesucristo.

Mi vida, desde aquel niño que escribía poemas en Melegís hasta el hombre espiritual que soy hoy, ha sido un viaje de búsqueda, luz, palabra, lucha y fe.

Continuará... algún día.



 

14. MI CONVERSIÓN Y EL DESPERTAR DEL ESPÍRITU



14. MI CONVERSIÓN Y EL DESPERTAR DEL ESPÍRITU

(A los 47 años)

 

A mis 47 años, mi vida cambió de raíz. Hasta entonces, había sido católico, creyente desde siempre, pero algo dentro de mí ansiaba un encuentro más íntimo, más real con el Creador. Y fue entonces cuando conocí al Señor de una forma nueva, poderosa, luminosa. Me convertí al cristianismo evangélico, y encontré en la Iglesia Nueva Generación un lugar de renacimiento.

 

Mi conversión no fue un acto súbito, sino un proceso: un despertar. Recuerdo con claridad aquel culto en el que me presenté como ujier por primera vez, el 3 de diciembre de 2010. Ya me sentía parte del Cuerpo de Cristo, pero fue ese gesto humilde, de servicio, el que empezó a sellar mi nuevo caminar. Me sentía en paz, aunque todavía arrastraba enfermedades, angustias, heridas viejas que no se curan con medicamentos, sino con la unción de lo Alto.

 

Había tenido una experiencia meses antes —subí al Tercer Cielo— y allí comprendí cosas que mis sentidos humanos no podían explicar. Al regresar de aquel estado, bajé con una sonrisa forzada, como diciendo: “¿Qué viene ahora, Señor?” Y lo que vino fueron procesos, pruebas, tribulaciones, sí… pero también milagros. Entendí que la tribulación no es castigo, sino edificación. Que lo que el mundo llama sufrimiento, Dios lo transforma en testimonio.

 

Mi salud se quebró durante ese invierno. Bronquitis, ansiedad, faringitis, parestesias en la pierna derecha, debilidad muscular… sentía que mi cuerpo se apagaba por dentro. No podía casi moverme ni cocinar, necesitaba ayuda para lo más básico. Pero no estaba solo. Dios estaba conmigo. Y me enseñaba que muchas enfermedades no vienen solo del cuerpo, sino del alma, del espíritu.

 

El 4 de marzo de 2011 sentí por primera vez la sanación espiritual como algo físico. Fue durante la ministración en la Iglesia. Me tocó una mano invisible, y mi pierna derecha se durmió completamente —desde la cabeza hasta el pie—. Era como si una corriente eléctrica me liberara de un mal enquistado. A los tres días, ya no tenía dolor. ¿Casualidad? No. Era Dios, tocándome.

 

Mis visiones se hicieron más frecuentes. Durante la adoración del 3 de abril, vi cómo las enfermedades se desquebrajaban, literalmente. Vi cómo la bronquitis, la faringitis, la angustia… todo se rompía, se desprendía de mí como una piel vieja. Crecí en espíritu y las dolencias quedaron pequeñas. Supe entonces que mi cuerpo estaba siendo transformado por la unción.

 

El 29 de mayo recibí el bautismo de lenguas. Mi alma vibraba. No sabía explicarlo con palabras humanas. Era como si el Espíritu Santo hablara a través de mí, como si el cielo se abriera dentro de mi boca. Sentí una presencia intensa, blanca, envolvente. Me vi vestido con una túnica blanca, como tantas veces en mis visiones. Supe que, a pesar de mis errores, la paciencia con la que había soportado enfermedad y soledad era el receptáculo donde Dios derramaba su poder.

 

No todo era fácil. Fui traicionado por personas en las que confiaba. No todas por maldad, algunas por miedo, por ignorancia. Pero entendí que la traición no nace del hombre, sino de espíritus que se rebelan contra el plan de Dios. Por eso, perdoné. A todos. Porque el perdón es el arma más poderosa contra el enemigo.

 

Declaré que no aceptaba más pactos que la sangre de Cristo. Ninguna institución ni autoridad humana tenía poder sobre mi alma. Solo Dios. Y bajo su autoridad, toda rodilla se dobla. Empecé a escribir mis revelaciones, mis visiones, mis batallas. Descubrí que cuando escribía, me sanaba. Que poner por escrito lo que el Espíritu me mostraba era ordenar la luz. Era darle forma al río que hablaba dentro de mí.

 

Aquel año fue un tiempo de purificación, de lucha y renacimiento. Tuve que vaciarme de lo viejo para ser lleno del Espíritu. Comprendí que la unción no depende de cuán perfectos seamos, sino de cuánto resistimos por amor, de cuánto perseveramos en medio del valle. Y aunque a veces me sentía sin fuerzas, repetía una frase que me daba alivio: “Yo tengo paz y reposo en mi conciencia, y ante Dios.”

 

Y así sigo. Porque no fui yo quien eligió el camino. Fue Dios quien me escogió, y si Él me quiere usar, no puedo resistirme. Soy vaso de barro, sí… pero lleno de Su gloria. Y sé que lo mejor aún está por venir.

 

 

13. Una flor que se abre al sol (39 a 43 años)


13. Una flor que se abre al sol (39 a 43 años)

 

A mis 39 años, sentí que algo dentro de mí pedía silencio y orden. Había acumulado mucho conocimiento, libros, vivencias... y supe que había llegado el momento de cribar, de quedarme con lo esencial, como quien guarda sólo los pétalos más perfumados de una flor marchita. Ya no era tiempo de siembra, sino de cosecha. Una cosecha íntima, emocional, y también espiritual.

 

Aquel verano escribí a Belén. Era una carta que me brotó del alma como una oración. Desde el instante en que la vi, sentí una mezcla de luz, temblor y poesía. Su presencia me elevaba, me calmaba, me hacía mejor. Con Belén descubrí que podía aún enamorarme como un muchacho, con el corazón latiendo en las manos. Pero también supe que el amor no siempre se posa donde uno quiere, sino donde le place. Y supe esperar.

 

Mientras tanto, en Málaga continuaba mi camino con la risoterapia. Las sesiones eran un soplo de aire fresco, una medicina del alma que no sólo compartía con otros, sino que me devolvía a mí mismo. Reír sin motivo, sin vergüenza, como un niño, era para mí una forma de comunión con la vida. En cada carcajada se iba la tristeza, el peso del pasado, los miedos. Riendo sentí que Dios también sonreía.

 

Ese año también doné muchos de mis libros a la Biblioteca de Melegís. Fue un acto cargado de sentido. Los libros han sido mis mejores compañeros de viaje, pero entendí que debían seguir su camino, volar a otras manos, abrir otras mentes. Yo me quedaba con sus huellas, no con su peso.

 

Viví, como todos, la conmoción del 11M, con un dolor hondo, como si la fragilidad de todo nos despertara de golpe. En mi diario escribí que no quería pasar más hambre ni más sed… y no me refería al pan ni al agua. Era el hambre de abrazos, la sed de compartir la vida con una mujer. La soledad era una casa demasiado grande para un solo corazón.

 

A los 40 años retomé algunas prácticas naturales —la urinoterapia, los enemas de café— buscando equilibrio entre cuerpo y espíritu. Vi la vida como un entrenamiento: correr para complacer a Dios, transmutar el dolor en risa, el miedo en belleza. Me reconocía en los personajes de Carros de Fuego: corredores con distintas motivaciones, pero con alas en los pies. También yo tenía mi fe y mi impulso. Corría hacia una versión más luminosa de mí mismo.

 

En diciembre de 2004, nevó en Melegís. Como si el cielo me regalara un paisaje de infancia. Fue hermoso ver los tejados, las acequias y los olivos cubiertos por la nieve, como una bendición.

 

Ya en 2005, murió Juan Pablo II y también la Rondana de Melegís, aquella mujer entrañable que tantos recordaban con cariño. Ese año se casaron varios amigos y yo sentía cómo el mundo giraba y las vidas se emparejaban, mientras yo seguía preguntándome dónde estaría esa compañera para mí.

A los 43, mi cuerpo me habló más claro. Tuve faringitis, subidas de tensión, ansiedad por la dieta, cambios hormonales y emocionales. Me refugié en mis clases de sevillanas, en pintar al óleo y en algunas escapadas con amigos

.

Con Celsa viví un romance que parecía tener promesas. Ella era Paraguaya. Viajamos, compartimos, pero algo se quebró y, en diciembre de 2007, la relación terminó. Sentí el corazón cansado, pero también más sabio. No guardé rencor. Sólo gratitud por lo vivido.

 

Así fueron mis años entre los 39 y 43. Un tiempo de mirar dentro, de reír para curar, de amar con esperanza, de cerrar ciclos y abrir ventanas. Y, sobre todo, de confiar —una y otra vez— en que lo mejor estaba por venir.

 


 

12. Mi vida a los 38 años


12. Mi vida a los 38 años

 

Tenía 38 años y sentía que estaba justo en medio del puente: no en el inicio de la vida, pero tampoco aún al otro lado. Vivía en Málaga, en una etapa de búsqueda profunda, en la que el cuerpo, la mente, el alma y el corazón reclamaban armonía y sentido. Me movía entre el trabajo en la Administración de Justicia, la espiritualidad, la amistad, la risoterapia y el deseo de una vida plena, sin renunciar a mis anhelos más íntimos.

 

Aquel año estudiaba quiromasaje. Me entusiasmaba todo lo que tuviera que ver con el cuerpo y la sanación, quizá porque intuía que parte de mis heridas más hondas también necesitaban ser masajeadas desde dentro. A finales de junio me examiné. Me preparé con disciplina y entrega, como todo lo que hago cuando siento que forma parte de mi camino. Paralelamente, comencé a dirigir talleres de risoterapia. Aquello fue como plantar un jardín de alegría en medio del ruido del mundo. En la Cafetería de Los Delfines, cada jueves, formábamos un pequeño círculo de almas deseosas de reír y sanar. Las sesiones se multiplicaron y el grupo fue creciendo. La risa nos conectaba con lo esencial, con el niño interior, con la vida más allá de las máscaras.

 

No fue solo un año de trabajo. También hubo muchos momentos compartidos: paseos por la feria de Málaga, conciertos, tapas con amigos en El Pimpi, risas infinitas en el Parque Ocón, charlas nocturnas, planes improvisados, helados, rebujitos y sevillanas. Me sentí muy acompañado, aunque dentro de mí seguía latiendo una pregunta: ¿Dónde está la mujer con la que compartir no sólo lo festivo, sino también lo cotidiano, lo íntimo y lo verdadero?

 

Y ahí estaba Cecilia. Desde Venezuela, su voz llegaba como un río cálido por el correo electrónico. Una mujer luminosa, inteligente, apasionada, con sentido del humor y valentía. Me hablaba de sus días, de sus estudios de química, de sus cursos de inglés, de su vida entre sueños y carencias. Me enviaba besototes y palabras llenas de ternura. Yo también le escribía, y entre líneas viajaban la esperanza, el deseo, las dudas, las ganas de unir dos vidas separadas por un océano. A veces pensaba que sí, que podíamos estar juntos. Otras, la distancia, la diferencia de contextos, la economía o mis propios miedos me hacían dudar. Pero nunca dejé de sentir que había algo genuino entre nosotros. Su voz se me quedó dentro.

 

Fue un año de descubrimientos internos. En octubre escribí, con total honestidad, sobre el mayor escollo de mi vida: la relación con las mujeres y el autoengaño de refugiarme en lo fácil. Ese día, al volver del Muelle de Heredia, me di cuenta de que había cambiado. De que ya no necesitaba seguir por el camino que me dañaba. Empecé a escribir mis propias reglas para amar, para seducir con alma, para construir vínculos reales y sanos. Comprendí que la sabiduría no consiste en saber muchas cosas, sino en actuar de acuerdo a lo que uno cree. Decidí dejar de herirme. Y eso, aunque suene pequeño, fue inmenso.

 

También viví el dolor de ver enfermar a mi amigo César. Acompañarlo en su ingreso hospitalario, escribirle palabras de aliento, recordar nuestros paseos, nuestras carcajadas, su risa matinal y nuestras conversaciones interminables, me reafirmó en algo: los verdaderos amigos dejan huella en el alma. A César le debo parte de lo mejor que viví ese año. Y a todos los que me acompañaron: en los talleres, en las verbenas, en el campo, en el café o en las noches de confidencias.

 

En septiembre tomé posesión en el Juzgado de lo Social nº 6, dejando atrás el Penal nº 7, donde viví momentos de mucha presión, asuntos mediáticos y responsabilidad. Aquella mudanza supuso un pequeño respiro. También aprobé el carné de conducir después de algún tropiezo, me impliqué en cursos de nutrición y espiritualidad, participé en televisión, y seguí escribiendo, reflexionando y soñando con una vida más libre, más sabia y más feliz.

 

Soñaba con abundancia, no sólo material, sino vital. Con prosperidad entendida como plenitud, como equilibrio, como expansión del ser. A veces repetía fórmulas, afirmaciones, meditaciones... Creía —y sigo creyendo— que la mente tiene un poder creador inmenso. Que somos hijos del Universo y que el amor, la belleza y la risa están ahí para ser compartidos.

A los 38 años, me sentía más consciente de mí mismo que nunca. Había empezado a soltar las cargas innecesarias. Me estaba limpiando por dentro. Me preparaba para vivir con menos miedo, con más autenticidad, con más amor.

 

Y aunque no todo estaba resuelto —ni en el corazón, ni en la economía, ni en el alma—, sabía que estaba caminando hacia algo grande. Porque lo intuía. Porque lo sentía. Porque estaba dispuesto.

 

 

La risoterapia

 

Nunca imaginé que la risa me cambiaría tanto la vida. Y sin embargo, a los 38 años, me encontraba rodeado de gente tumbada en el suelo, riendo a carcajadas, haciendo el sonido de un elefante o representando el espejo de la risa… y sintiendo que aquello tenía más sentido que muchos discursos serios que había escuchado en mi vida. Fue una de las cosas más hermosas que inicié ese año: el Taller de Risoterapia en la Cafetería Los Delfines, cada jueves a las diez de la noche.

 

Todo empezó tímidamente, con apenas cinco personas en la primera sesión. Pero la semilla germinó. Muy pronto éramos veinte, luego más. Venían enfermeras, profesores, amigos del grupo de Carlos, vecinos de La Malagueta, buscadores de vida. Yo dirigía el taller con alegría y entrega. Había leído mucho, me había formado y creía firmemente en que el cuerpo, cuando ríe, suelta los nudos del alma. Y no era sólo teoría: lo veíamos allí, cada noche, cuando la gente salía con los ojos brillantes, como si les hubiéramos dado un baño de luz por dentro.

 

Nos reíamos como indios, hacíamos olas de risa, jugábamos a interpretar animales, instrumentos, cantábamos himnos absurdos —como el de los patos y el trigo— y nos tirábamos al suelo a reír y luego a relajarnos, mientras yo guiaba la meditación del sol que recorre el cuerpo o la del globo que se infla y flota. Me sentía útil. Me sentía canal. Me sentía vivo.

 

Recuerdo especialmente la sesión en la que leímos el texto que escribí para mi amigo César, cuando cayó enfermo. Fue un momento de profunda emoción. Risa y llanto no estaban tan lejos; ambas eran hermanas del alma, formas de liberar, de sanar, de abrazar lo vivido. César había sido una inspiración para este camino, un compañero de carcajadas sinceras, de madrugadas de churros y de apoyo mutuo. Su presencia flotaba en el aire, incluso cuando no estaba.

 

En aquellos encuentros no sólo sanaban otros, sanaba yo también. Reía con ellos, sudaba, me olvidaba del juicio, de la vergüenza, del peso del mundo. En esos talleres fui más yo que nunca. Dejé salir al niño, al soñador, al actor, al poeta, al que cree en la belleza de lo simple. Me convertí en Miguel Ángel sin coraza. Y desde ahí, muchas cosas empezaron a recolocarse dentro de mí.

 

La risoterapia fue mi medicina, mi contribución, mi forma de decirle al mundo: “Todavía hay esperanza. Todavía podemos reír, a pesar de todo.”




 

11. Miguel Ángel Molina Palma a los 37 años


11. Miguel Ángel Molina Palma a los 37 años

(Relato de vida en 2001–2002)

 

A los 37 años, Miguel Ángel Molina Palma vivía en Málaga, inmerso en una vida rica en contrastes, crecimiento personal y búsqueda interior. Combinaba su trabajo en la Administración de Justicia con sus estudios en Naturopatía y Quiromasaje, que realizaba por las tardes en Acena, persiguiendo con pasión una vida más alineada con lo natural, lo espiritual y lo humano. Su agenda estaba llena de clases, prácticas de masaje, viajes, reflexiones, sueños, actividades culturales… y también, de una historia de amor que marcaría profundamente aquel año.

 

En agosto de 2001, Miguel Ángel emprendió un viaje a Venezuela, una travesía transformadora que lo llevó desde Caracas hasta las montañas del Táchira, cruzando valles y pueblos pequeños. Fue allí, en un rincón místico y sereno de ese país, donde conoció a Cecilia Chacón, una joven química apasionada por la electroquímica, de voz dulce y espíritu firme. Entre rituales del Lumen de Lumine, excursiones por los Andes y charlas sobre ciencia, fe y alma, nació un vínculo intenso, casi inesperado, que con el tiempo creció más allá de la distancia.

 

Al regresar a Málaga, su vida cotidiana recobró el ritmo habitual: prácticas, clases, estudios, encuentros esporádicos con amigos, salidas a los bares del centro y excursiones a la Axarquía. Pero algo había cambiado. Cecilia seguía presente, y su presencia se filtraba por la pantalla del ordenador, en cada correo que llegaba desde el otro lado del Atlántico. Palabras sinceras, esperanzadas, a veces dolidas, otras llenas de ternura y deseo. Cecilia abría su alma, compartía su lucha en el laboratorio, sus miedos ante la situación política del país, sus conflictos familiares, pero también su esperanza de construir una vida a su lado.

 

Miguel Ángel, por su parte, respondía con profundidad, claridad y sensibilidad. Le ofrecía su verdad: un piso modesto, un estilo de vida sencillo, mucho trabajo, pero también un corazón abierto y una propuesta de futuro. Le escribió con franqueza sobre cómo vivía, qué podía ofrecerle, y cómo podrían verse en Portugal o incluso vivir juntos en Málaga, si ella decidía dar el paso.

 

Mientras tanto, su vida interior seguía evolucionando. Seguía luchando contra sus sombras, su deseo de ser comprendido y amado, su necesidad de vencer el miedo a la soledad y a las emociones no expresadas. Cecilia, con su entrega, su afecto profundo, su inquietud por saber si podía contar con él, ponía sobre la mesa cuestiones de gran calado: ¿Era amor lo que sentían? ¿Estaban dispuestos a luchar contra la distancia y por una vida compartida?

Miguel Ángel sentía que estaba ante una encrucijada: el amor verdadero llamaba a su puerta, y con él la posibilidad de una vida nueva. Cecilia le escribía con el corazón en la mano: “No me voy a permitir perderte”, “Yo también tengo mis temores… pero quiero estar contigo”. Y al mismo tiempo le hablaba de sus aspiraciones: llevarse a su madre, seguir su carrera, buscar el doctorado… un futuro lleno de planes que, si él aceptaba, sería también suyo.

 

Fue un año de correspondencia intensa, de mensajes llenos de poesía, de luchas cotidianas, de sueños compartidos y de muchas preguntas abiertas. Miguel Ángel comprendía que no era fácil para Cecilia dar el salto. Venezuela vivía una situación crítica, con paros, protestas y un golpe de Estado. Pero ella seguía escribiéndole, haciéndole partícipe de cada logro académico, de cada tropiezo emocional, de cada avance en su tesis.

Y así, entre clases de masaje, paseos por el río, lecturas de espiritualidad, cenas familiares y madrugadas escribiendo, Miguel Ángel vivió uno de los años más intensos de su vida. El amor cruzaba el océano y se mantenía vivo a través de palabras, canciones, recuerdos, deseos no cumplidos y promesas por definir.

 

A los 37 años, Miguel Ángel vivía con el alma abierta, dispuesto a entregarse, pero también consciente de sus propios ritmos, de sus necesidades de calma y reflexión. Aprendía a no huir del amor ni de sí mismo. Y aunque no sabía cómo acabaría aquella historia con Cecilia, sabía que, en el fondo, algo muy profundo y hermoso se había despertado en él. Y eso, fuera cual fuera el desenlace, ya era un regalo inmenso.

 


 

10. Miguel Ángel a los 36 años


10. Miguel Ángel a los 36 años

 

A los 36 años, Miguel Ángel Molina Palma vivía en Málaga, en una etapa vital marcada por la exploración interior, el crecimiento espiritual y la búsqueda del equilibrio entre cuerpo, mente y emociones. Atrás quedaban las noches en Huelva, las tertulias del Bar 1900, el trajín de los juzgados saturados de trabajo y las emociones vertiginosas de los treinta y pocos. Ahora el ritmo era otro: más introspectivo, más simbólico, más sanador.

 

En el verano del 2000, Miguel Ángel se dejaba sorprender por el mundo. Celebró el cumpleaños de Belén de Milarepa en el Peñón del Cuervo, compartiendo la noche malagueña con gente nueva como Piter, Silvia, Isa o Eduardo. Días después emprendió un viaje inolvidable a Italia, seguido de una expedición por tierras del norte: León, Gijón, Oviedo, Covadonga, Santander, Santillana del Mar, los Picos de Europa… Fue un peregrino del alma que, al cruzar la Puerta del Perdón en Santo Toribio de Liébana, sintió que se abría otra puerta: la del Jubileo interior.

 

Pero también fue un año de lucha consigo mismo. En su diario reflexionaba con honestidad sobre sus bloqueos emocionales, su dificultad para establecer vínculos afectivos profundos, sus miedos, su necesidad de comunicación. Reconocía cómo su infancia y su relación con su madre habían dejado huellas que aún dolían. Comprendía que su búsqueda de prestigio había sido muchas veces un disfraz de su necesidad de amor, y se esforzaba por dejar de ser un espectador para convertirse en un actor de su vida emocional. En palabras suyas: "La no comunicación, la mirada silenciosa y la actitud de espectador me perjudican seriamente."

 

El sueño y el símbolo se convirtieron en guías. A través de sus sueños —intensos, oníricos, muchas veces arquetípicos— iba explorando las fuerzas que habitaban su interior: la culpa, la redención, la energía sexual, la transformación. En uno, se veía a sí mismo dentro de un huevo, protegido por una membrana, a punto de nacer de nuevo. En otro, una pantera negra se convertía en símbolo de su ser más profundo. Soñaba con ovnis, con naves, con seres de otros planos. Soñaba que transportaba una cruz blanca, como si él mismo portara su historia, su carga, su misión.

 

En paralelo, Miguel Ángel continuaba trabajando en el Juzgado de lo Penal nº 7 de Málaga, donde la sobrecarga laboral provocada por la falta de personal lo llevó a redactar un alegato encendido y firme dirigido al sindicato. Defendía su derecho al descanso, a la dignidad en el trabajo y a que su tiempo libre no se viera pisoteado por la inercia de una administración ciega.

 

En esa misma etapa, se intensificó su interés por las terapias naturales, la alimentación consciente y el poder sanador de las plantas. Empezó a preparar sus propias hierbas suecas, tinturas de celidonia y zumos de limón. Se inició en la numerología, estudió la simbología gnóstica, y llegó a una conclusión clara: la vida espiritual no puede separarse de la vida cotidiana, ni la mente del cuerpo. “Las emociones son un arte y se sostienen en un caballete”, escribió. Pintaba con palabras, pero también con visiones. Y buscaba sanar no sólo su cuerpo o su historia, sino un linaje, una humanidad interior herida que quería ver florecer.

 

Así, en abril de 2001, tomó una decisión importante: matricularse en el master de Naturopatía en ACENA. Fue su forma de formalizar un camino que ya venía andando con intuición, pasión y sensibilidad. Miguel Ángel, el poeta, el buscador, el soñador, entraba en una nueva etapa con 36 años: la del hombre que bebe de su propia cisterna. La del hombre que no sólo quiere sanar, sino también sanar a otros.

 


 

9. Entre Huelva, Melegís y Málaga (Relato de vida con 34 y 35 años)


9. Entre Huelva, Melegís y Málaga (Relato de vida con 34 y 35 años)

Por Miguel Ángel Molina Palma

 

A los treinta y cuatro años sentí que el tiempo caminaba conmigo, a ratos como un aliado, a ratos como un espejo que me desafiaba. El 15 de mayo de 1998 murió Frank Sinatra. Y quizás fue una señal: se despedía una voz que marcó épocas, mientras yo seguía buscando la mía. Me seguía cuestionando desde dentro, alzando la voz —a veces en forma de verso, otras en cartas que no llegaban a entregarse, como aquella a Paloma Contreras, donde puse mi alma entera sin esperar nada, sólo por el impulso de la ternura.

 

En Huelva, escribía con frecuencia. Mis poemas se abrían como ventanas hacia la justicia, el amor, la memoria. Como en aquel soneto a la Fe Descubridora, o el tributo a Alejandro Herrero, arquitecto de paisajes humanos. Era mi forma de resistir la banalidad, de oponer belleza a la aspereza del mundo. La poesía era mi refugio y mi lanza. Escribía desde el pecho, desde los nervios, desde la necesidad de tocar lo intangible.

 

En Córdoba, entre guitarras y jardines, descubrí el poder transformador del arte en directo. Viajé también a Salvaterra de Miño para una boda; me reencontré con mi madre en clínicas, mercados, paseos. Empecé a entender que el amor también era cuidar, acompañar, mirar a los ojos.

 

Ese año, escribí "El Valle", un poema que todavía siento palpitando entre las raíces de los naranjos de Melegís. En cada verso puse la memoria de los labradores, el rumor de las acequias, la humildad fértil del campo. También nació "A la chica de la radio", otro canto a lo invisible: a una voz que despertaba emociones dormidas.

 

Pasé horas con libros, películas, tertulias, caminatas por la playa con amigos como Carlos, noches de reflexión, de soledad, de conexión. Participé en la Asociación Alonso Sánchez, escribí en diarios, defendí la cultura, reclamé justicia para el alma de la Universidad. El 13 de abril de 1999 murió mi abuelo Antonio Palma, a los 94 años, y lo sentí como el cierre de un ciclo ancestral.

 

Y entonces, el cambio: en julio de 1999, se me concedió el traslado al Juzgado de lo Penal nº 7 de Málaga. Me despidieron en Huelva y tomé posesión en el Paseo de Reding. A mis 35 años me reencontré con la posibilidad de comenzar de nuevo. Conocí la ciudad, probé por primera vez el gazpachuelo, me dediqué con más atención a la cocina, al modelado, al teatro, a los paseos. Anoté incluso la receta de las migas. Buscaba con intensidad la armonía en lo cotidiano.

 

Málaga me ofrecía otras luces y otras sombras. Hubo noches de insomnio, tensión acumulada, búsquedas internas. Dejé excitantes, cuidé mi alimentación, acudí al psicólogo. Empecé el año 2000 reflexionando sobre mis pasiones y lo que amaba: escribir, cocinar, bailar, contemplar, crear.

 

Me gustaba ver la lluvia tras los cristales. Escuchar Enya. Bailar en los bares y leer a Miguel Hernández o Gloria Fuertes. Vivir con la atención del que quiere exprimirle sentido a todo. Y en medio de todo eso, estaba yo: con mis poemas, con mis dudas, con mis pasos entre Melegís y Málaga, con el alma abierta y la mirada hacia dentro y hacia el futuro.

 


 

04 abril 2025

8. CON TREINTA Y TRES AÑOS (Un año entre Huelva y Melegís – Diario íntimo de una conciencia en lucha)


8. CON TREINTA Y TRES AÑOS

(Un año entre Huelva y Melegís – Diario íntimo de una conciencia en lucha)

 

A los treinta y tres años, Miguel Ángel Molina Palma era un hombre dividido entre dos mundos. En Huelva, se enfrentaba al ritmo acelerado de la ciudad, a las responsabilidades del Juzgado, a los congresos sobre derecho penal, a la vida cultural que brotaba entre asociaciones, tertulias y cafés. En Melegís, su raíz, encontraba la calma del Valle, el calor de los suyos, el aroma de la lumbre y el susurro eterno de los naranjos. Su vida transcurría entre la urgencia de ser y la necesidad de comprender.

 

En mayo de 1997, celebró su cumpleaños tomando unas cañas con su primo Miguel. Pero ya entonces sabía que debía dejar el alcohol, ese viejo compañero que le abotargaba la mente y le hacía decir más de lo que deseaba. Lo escribió con claridad: “El alcohol no me hace ningún bien. Hay que dejarlo porque desestabiliza mucho”. La voluntad comenzaba a tomar forma de promesa.

 

Ese año se convirtió en vicepresidente 2º de la Asociación Alonso Sánchez de Huelva. Participaba activamente en la defensa del patrimonio histórico-artístico de su ciudad adoptiva, rodeado de nombres que hoy aún resuenan en su memoria: Antonio José Martínez Navarro, José Bacedoni Bravo, Antonio de Padua Díaz… hombres de letras, de trazos y de historia. En aquellas reuniones, entre documentos, libros y cafés, también se construía la conciencia de una generación.

 

A la vez, estudiaba Derecho con intensidad. Apuntaba síntomas de agotamiento, lagunas, abotargamiento mental, pero no se rendía. Se esforzaba en encontrar nuevas formas de concentración, entre infusiones de ortiga, cola de caballo y apio. En sus diarios escribía: “Dios me hizo con un propósito. Él me da nuevas esperanzas”.

 

Ese verano viajó entre Sevilla, Granada y Melegís. Grabó la boda de su prima Ana Mari en Padul, compartió mosto y almendras con su familia en Melegís, trabajó en el secano de Murchas escardando habas con su padre y su hermano Jesús. Recolectó tomates, escarolas y coles; ayudó a podar las parras. En la placidez de esos días rurales encontraba el contrapunto perfecto a las jornadas de oficina y a los estudios en la Universidad.

 

En la ciudad, su vida social bullía: visitaba el Pool Zone, hacía pesas, iba a natación, charlaba con Cinta, Lalo y Pedro "el Melenas". En los bares del centro, entre tertulias y bailes, construía también lazos afectivos. Y conoció a Ana de Valverde del Camino. Con ella compartió paseos, karaoke, cartas cargadas de sentimientos y tardes de cafés. Se quisieron con ternura, aunque la intensidad de la relación también trajo momentos de ansiedad y ruptura. Miguel Ángel anotaba: “Necesito una mujer que no sea problemática”.

En diciembre, publicó el poema Universidad de la Merced (Huelva) en el suplemento Facultá, y empezó a perfilar sus ideas críticas sobre el sistema universitario: denunciaba la falta de infraestructuras, la escasa vocación pedagógica de algunos profesores y el abuso de poder en la docencia. Su voz era valiente y clara: “Lo que no ejecutemos nosotros, no lo va a realizar nadie”.

 

Las fiestas navideñas de 1997 las pasó en Melegís. Entregó bolsas de limones en Dúrcal, cenó con la familia, tomó vino del año bajo la parra, y se adentró en la noche de fin de año con Jesús y Rafael. Participó en las charpas de Restábal, ganó unas pesetas al rancho y asistió a las fiestas con alegría y nostalgia.

 

El año nuevo de 1998 lo recibió con propósitos firmes: centrarse en la poesía como arte principal, mamar del resto de artes y entregar su alma a la lírica. “La poesía fue el primer arte que empecé a desarrollar a los diez años –escribió– y será el último que me ayude a evolucionar como persona para encontrar la verdad”.

 

De vuelta a Huelva, siguió colaborando con la Asociación Alonso Sánchez, participando en tertulias radiofónicas, asistiendo a recitales y congresos, conociendo a personas nuevas como Mada Alderete o Isabel Pérez Corralero, y consolidando su lugar en la vida intelectual de la ciudad. Se reincorporó al Juzgado tras tres meses de baja por ansiedad, convencido de que debía aprender a decir “no” y proteger su tiempo y su salud mental.

 

A los treinta y tres años, Miguel Ángel vivía en la cuerda floja entre el vértigo y la esperanza. Le dolía el mundo, pero también le apasionaba. Era un hombre en lucha consigo mismo, con su entorno, con la historia. Un hombre que buscaba, que escribía, que amaba, que construía. Un poeta de alma sensible y mirada crítica. Un hijo del Valle que, aunque viviera en la ciudad, regresaba una y otra vez al origen.

 

Y allí, entre los surcos de la tierra, el murmullo del río y las voces familiares que aún lo nombraban, encontraba el verdadero sentido de todo: sembrar palabras como quien siembra futuro.

 


 

7. Relato de vida: Miguel Ángel Molina Palma a los 32 años (1996, Huelva)

Catedral de Huelva, a la derecha Facultad de Derecho



Relato de vida: Miguel Ángel Molina Palma a los 32 años (1996, Huelva)


Con 32 años, Miguel Ángel Molina Palma vivía en Huelva, inmerso en una etapa de intensa actividad personal, laboral, social y espiritual. Trabajaba en el Palacio de Justicia, donde junto a sus compañeros protestaba por las malas condiciones del edificio: sin aire acondicionado, con goteras, hacinamiento y sin ascensor. Esta situación le generaba malestar, pero también lo unía a una comunidad de trabajadores conscientes de su dignidad.

 

Ese año se matriculó en la carrera de Derecho en la Universidad de Huelva, lo que marcó una nueva apuesta por la formación y el crecimiento personal. Alternaba su jornada laboral con clases, estudios, congresos y encuentros culturales, como el importante Congreso sobre el Nuevo Código Penal celebrado en la Casa Colón. En paralelo, se esforzaba por mejorar su salud: iniciaba tratamientos para la alergia, dejaba el café, intentaba moderar el alcohol, se planteaba rutinas deportivas y probaba infusiones de ortiga para depurar su sangre.

 

El amor y las relaciones afectivas ocuparon gran parte de sus pensamientos. Salía con frecuencia por los bares de Huelva —el 1.900, el Escarlata, Cochabamba, El Ocho— donde conocía y conversaba con mujeres, a veces con interés romántico, otras buscando comprensión y complicidad. Reflexionaba intensamente sobre cómo acercarse, cómo no ser pesado, cómo dar señales de afecto sin forzar las cosas. En este proceso, se enfrentaba a desengaños, aprendizajes y momentos de ternura, como los vividos con María José o Ana María, camarera de la cafetería de la calle Miguel Redondo.

 

En sus cuadernos, volcaba sus emociones, sus dudas existenciales, sus luchas con la autoestima, su necesidad de claridad mental, y su deseo profundo de encontrar el equilibrio. Exploraba su espiritualidad y dejaba constancia escrita de cada gesto que le acercaba o alejaba de su centro. Leía a Alberoni, reflexionaba sobre Rita Hayworth, analizaba su infancia, sus heridas, y a veces, entraba en estados de introspección tan profundos que rozaban lo místico o lo confuso.

 

Viajaba con frecuencia: regresaba a su querido Melegís, visitaba a su familia, trabajaba en el cortijo, tomaba café en Los Naranjos, participaba en misas, ensayaba villancicos con el coro y se mantenía muy unido a sus raíces. También exploraba Galicia —Orense, Sanxenxo, Portonovo— donde encontraba paz y libertad en las playas, los paseos, el cine y las conversaciones nocturnas.

 

Su diario era su refugio. Allí Miguel Ángel debatía con sus propias sombras, con sus deseos, sus culpas, sus esperanzas. Se esforzaba por vivir con honestidad, aprender de los errores y perseguir una vida sencilla, pero llena de sentido.

 

Un día cualquiera de Miguel Ángel en 1996

 

Lunes. Huelva.

 

Miguel Ángel se despierta sobre las 8:00, a veces con la cabeza abotargada por alergias o insomnios. Se prepara una infusión de ortiga o manzanilla, desayuna con café con leche (cuando no está en proceso de dejarlo) y sale rumbo al Palacio de Justicia. En el trabajo, participa en las concentraciones de protesta por las malas condiciones del edificio, revisa expedientes, conversa con compañeros y cumple con su jornada administrativa.

 

Al salir, quizás pase por el 1.900 bar o por El Ocho, donde toma una copa y charla con algún amigo o conocida. Si está en época de cursillos, asiste al Forem(Escuela sindical) por las tardes o a la Facultad si hay clases. Algunos días se encuentra con chicas como María José o Gloria, con quienes intenta entablar algo más que una conversación.

 

Cena algo ligero, a veces lee un libro de Derecho o uno de espiritualidad. Escribe en su diario: una reflexión sobre el día, un balance emocional, una corrección de lo dicho o hecho. Si ha bebido más de la cuenta, se reprende, se promete moderación. Si ha conocido a alguien, analiza los gestos, las palabras, se pregunta si habrá conexión.

 

A veces, simplemente pasea, va al cine, o se queda en casa leyendo o escuchando música. Cierra el día con una oración o con una meditación introspectiva. Y al final, duerme, quizás soñando con esa mujer sencilla que aún no ha encontrado, pero que sigue buscando.

 


6. A LOS 31 AÑOS, Miguel Ángel Molina Palma


6. A LOS 31 AÑOS

Miguel Ángel Molina Palma

 

En 1995, el mundo giraba con bodas reales, mundiales pospuestos y esperanzas que se aplazaban, como la nieve que no cayó sobre Sierra Nevada. Pero en mi universo personal, más que nunca, la vida era un torbellino de pasos, pasiones, cafés compartidos, versos escritos en la madrugada y cartas que partían desde lo más hondo del alma.

 

Vivía en Huelva, en una calle con nombre largo y militar —Teniente de Navío Celestino Díaz Hernández— pero mi verdadera residencia era el bar 1900, mi cuaderno, las aulas de la autoescuela y los rincones de una ciudad donde cada rostro nuevo podía ser una posibilidad o una revelación. Trabajaba entre juzgados y la Junta Electoral de Zona, grapando papeles, atendiendo escritos, resolviendo señalamientos. Pero en realidad vivía escribiendo. Escribiendo para vivir. Escribiendo para resistir.

 

En las calles de Huelva conocí a Fernando, Eugenio, Cinta, Paloma, Inma, y tantas mujeres que, más que mujeres, fueron espejos, símbolos, deseos no resueltos. A veces, sólo nombres en mi diario, otras veces universos enteros que me sacudían y me dejaban exhausto, feliz, o derrotado.

 

Publicar Vida que ilumina Amor fue una cima. En el bar 1900 lo repartí como quien reparte pan entre hermanos. Esa noche conocí a Paloma y, más adelante, volví a escribir a Inmaculada Carrascal desde el alma, sin miedo al ridículo, porque escribir era mi modo de amar.

 

La soledad me visitaba, sí, pero también me visitaba la lucidez. Anduve de Huelva a Punta Umbría a pie —cuatro horas y media de camino y una cerveza con sardinas como ofrenda al cuerpo— como quien busca su centro en el horizonte. Me bañé en la playa, bailé en el Ocho, soñé con carretas, escribí decretos para la vida, me vi morir para después renacer. Me sentí espejo, eco, río, niño, hombre, poeta y bufón.

 

Compré un piso en la Avenida Federico Mayo. Me mudé. Firmé escrituras. Fui juez de mis propias decisiones. Y mientras el país vibraba con elecciones o con toreros en miniatura, yo organizaba mi revolución: quería dejar el alcohol, ser fuerte física, emocional, mental y espiritualmente. Quería hacerme a mí mismo. Leer. Meditar. Amar con conciencia. Vivir con propósito.

 

En Melegís ayudé a mi padre a recolectar almendras en un año seco. Vi a mi hermana cantar en la Fiesta de la Teja. Sentí el pueblo unido en el patio de la iglesia, y recordé de dónde vengo.

 

Amé a Inma, aunque fuera un amor unilateral, interior, más espiritual que real. Pero la amé, y me amé al amarla. Aprendí a aceptar mis sentimientos, a dejar de castigarme por ellos, a honrarlos como parte de mi camino.

 

Me enfrenté a mis sombras. En noviembre sentí la muerte como una presencia cercana, como un susurro que quería detenerme, pero no me dejé vencer. YO SOY la vida, escribí, con la tinta de la urgencia y la voluntad.

 

Ese año no fui un hombre perfecto, ni un héroe sin tacha. Fui un hombre que buscaba su centro, su misión, su equilibrio. Un hombre que bailaba con su herida, pero también con su esperanza. Un Miguel Ángel que ya no quería ser otro, sino ser él mismo, pero con toda la fuerza que eso implicaba.

Porque 1995 fue eso: el año en que aprendí que la vida no espera, que el amor se escribe, que la verdad se busca, que el tiempo es un campo de batalla... y que los errores, si se entienden, son victorias futuras.

Yo tenía 31 años. Y empezaba, por fin, a vivir.

 

 


 

5. Relato de vida entre los 29 y 30 años (1993–1995)



5. Miguel Ángel Molina Palma: Relato de vida entre los 29 y 30 años (1993–1995)

 

A los 29 años, Miguel Ángel vivía en un equilibrio entre la pasión literaria, el compromiso con la formación de opositores y una intensa vida personal. En el verano de 1993, el amor tenía nombre propio: Angélica. Juntos disfrutaron de escapadas a Granada, alojándose en los hoteles Reina Cristina y Sacromonte, y más adelante, junto a la hija de ella, compartieron un retiro en el Balneario de Tolox, en plena sierra malagueña, donde los vapores curativos y el murmullo de la historia impregnaban el alma y la piel.

 

En octubre, Miguel Ángel escribió uno de sus poemas más emotivos, titulado simplemente Angélica, donde la comparaba con la Vega de Granada, con el mar, la lluvia y la pureza del aire. Sin embargo, el inicio de 1994 trajo el fin de aquella relación.

 

Desde el corazón de Huelva, donde residía y trabajaba en la Administración de Justicia, su vida se organizaba en torno a la palabra. Publicó Viento de polvo y éter, su primer poemario, con una edición de 500 ejemplares, cristalizando años de sensibilidad y observación. En paralelo, se volcó en su vocación pedagógica, preparando a decenas de alumnos para las oposiciones. Sus esquemas, normas de estudio, correcciones, psicotécnicos y temas legales eran parte de su día a día, y los fines de semana se dedicaban a organizar materiales y perfeccionar el método.

 

Su implicación se extendía a la cultura local. En el Bar 1900 de Huelva, compartía tertulias literarias con figuras como Uberto Stabile, Francis Rosales, Isabel Linares y otros escritores que presentaban sus obras. Allí se hablaba de poesía, de arte, de política… y de la vida. En abril de 1994 asistió a un recital de la cantante Cinta Hermo, quien le cautivó con su raíz flamenca y su experiencia internacional.

 

En junio regresó a Melegís, su pueblo natal, para las fiestas de San Antonio de Padua. Fue una vuelta a las raíces, a los cohetes que le retumbaban en los oídos, a las misas en la Plaza de la Iglesia, a los pasodobles y a las mayorets desfilando. En agosto, volvió al Balneario de Tolox, esta vez con una nueva ilusión: Fátima. Pero aquella historia no cuajó, y con el tiempo quedó en el recuerdo como un encuentro que no llegó a encajar con su energía vital.

 

A los 30 años, su rutina se diversificó aún más. Dio clases a varios grupos de opositores, clasificándolos en niveles y organizando planes semanales que reflejaban una clara vocación didáctica. Su agenda estaba plagada de nombres: Cinta, Mariló, Juan Venegas Columé, Baltasar, Rosa Isabel, José Carlos… muchos de ellos aprobaron el primer examen, y sus éxitos también eran suyos.

 

Mientras tanto, estudiaba para sacarse el carné de conducir, leía a Camus, a Lorca, a Platón, a Fromm y veía películas como Forrest Gump, El club de los poetas muertos o La profecía IV. Su dieta cultural era tan rica como su vida interior. El 10 de mayo de 1995, en su trigésimo primer cumpleaños, celebró con sus compañeros de trabajo en la Cafetería Donnino, justo después de haber trabajado con dedicación en la Junta Electoral de Zona, colaborando en la preparación de las elecciones municipales.

 

Aquella primavera de 1995 también fue un reencuentro con Melegís, donde pasó la Semana Santa escribiendo en su agenda, revisando álbumes familiares, paseando con su tío Marcelino, acudiendo a misa, bailando sevillanas con su hermana y debatiendo sobre política local con amigos como Antonio Morillas y Joaquín Montosa. De vuelta en Huelva, su vida seguía el compás del trabajo judicial, las tertulias culturales, el estudio, los paseos por el barrio Obrero y los encuentros en bares como El Trastero, Latino o el emblemático 1900.

 

Sus escritos reflejan un deseo firme de evolución personal: abandonar los malos hábitos, vivir con más coherencia, ganar en autodominio y comunicación. El 30 de abril de 1994 escribió: “Hoy quiero nacer de nuevo en esta tierra aún nueva y llena de posibilidades para mí”. Así, entre la enseñanza, la justicia, la poesía y los proyectos de vida, Miguel Ángel vivía su madurez con el alma encendida.

 

 

4. Entre libros, caminos y justicia (1989–1992)


Entre libros, caminos y justicia (1989–1992)

Relato de Miguel Ángel Molina Palma

 

A los veinticinco años, Miguel Ángel Molina Palma sintió que su vida pedía nuevos horizontes. Trabajar como ordenanza en la Caja Postal había sido una etapa de estabilidad, pero no de plenitud. Por eso, en 1989, pidió una excedencia voluntaria. No era una huida, sino una búsqueda: quería probar otros trabajos, descubrir nuevas habilidades, ensayar otros sueños. Y así lo hizo.

Ese verano trabajó como camarero en la cafetería Los Montero de la calle Fuencarral, y después en el museo del Jamón, en la calle Gran Vía de Madrid y más tarde se sumergió en el agua —esta vez como monitor de natación en Torrevieja y Almoradí (donde asistí a las fiestas de moros y cristianos del pueblo), enseñando a nadar a niños y adultos junto a su amigo Alberto Romero. Por las mañanas en piscinas municipales, por las tardes en privadas. El agua era símbolo de movimiento, de limpieza, de cambio. Como él.

En septiembre inició el curso de seguridad y vigilancia en Grupo 4 Securitas, con formación en incendios y primeros auxilios. Pero el camino que más lo atrajo fue el de la palabra: vendió libros con Plaza y Janés, primero en Madrid, después por toda España en autocaravana junto a su compañero Fernando Llera. Recorrieron Burgos, San Sebastián, Eibar, Sitges, Barcelona, Granada, Torremolinos… Charlaban en hoteles y cafeterías, explicando colecciones literarias, y regalaban palabras como si fueran llaves a otros mundos. En Eibar incluso participaron en un homenaje a Camilo José Cela, recién galardonado con el Nobel.

 

De esa etapa nómada brotaron versos nuevos: "Y si el sol no existió jamás", "Persistiré", "La nostalgia de tu infancia". La poesía seguía siendo su patria íntima. Pero a finales de 1990 regresó a Granada, esta vez con una meta clara: prepararse para las oposiciones a la Administración de Justicia. Se inscribió en el INEM, compartió piso con sus hermanas y se sumergió en apuntes, leyes y academias. Participó activamente en la vida social del Valle, presentándose a las elecciones municipales de 1991 con la "Alternativa Verde y Blanca del Valle".

 

En septiembre de ese año ingresó en la academia Napoleón con el preparador Jesús Vega. Rodeado de opositores —Enrique, Herminia, Marisol, Ángel, Conchi— comenzó a construir el futuro con lápiz, subrayador y voluntad. En junio de 1992, tras mucho esfuerzo, aprobó el segundo ejercicio de la oposición con un 6,67. Y en diciembre tomó posesión como Auxiliar de Justicia en el Juzgado de Primera Instancia nº 6 de Huelva.

 

El cambio fue total: alquiló un piso en la calle Paco Isidro, conoció nuevos compañeros —Jesús Navarro, Manolo Portal—, se compró su primer televisor y comenzó a dar clases como preparador de opositores. En abril de 1993 conoció a Angélica, una alumna, con quien empezó una relación que incluyó escapadas a Granada y paseos por la Alhambra, la Cartuja y las tascas de Pedro Antonio.

 

Fue también en Huelva donde descubrió la Tertulia del 1900, organizada por Uberto Stabile, un foco cultural y poético que le abrió otras puertas: Juan Venegas Columé, Pilar María Domínguez Toscano, Pedro Javier Martín Pedros… Allí compartió versos, escuchó otros, respiró literatura.

En paralelo, observaba con espíritu crítico el funcionamiento de la justicia desde dentro. Anotaba con precisión los déficits del sistema, las disfunciones, la precariedad, la informalidad que, en sus palabras, rozaba la ilegalidad. Reivindicaba la dignidad del funcionario de base, la formación continua, la necesidad de medios reales, la importancia de hacer justicia con justicia.

 

Entre 1989 y 1992, Miguel Ángel no solo transitó por ciudades, trabajos y pasiones. Transitó por sí mismo. Del ordenanza al vendedor, del opositor al funcionario, del observador al escritor comprometido. Fue un tiempo de siembra y construcción, de versos y certezas, de amores y luchas. Porque, como él escribió, "el impulso natural del hombre es avanzar y progresar". Y eso fue, precisamente, lo que hizo.

 


 

3. Madrid, palabra y búsqueda (1984–1988)

 



Madrid, palabra y búsqueda (1984–1988)

Relato de Miguel Ángel Molina Palma, de los 20 a los 24 años

 

A los veinte años, Madrid era para mí algo más que una ciudad: era un escenario, un teatro de infinitas posibilidades. En mayo de 1984, en la discoteca Claqué del Centro Comercial La Vaguada, reí con el humor de Tony Antonio. Esa risa ligera contrastaba con las horas silenciosas en las que nacían mis poemas, como La suave brisa de los mares, que escribí en enero del 85. Ganaba 61.422 pesetas al mes en la Caja Postal, pero lo que más valor tenía no se podía medir: ideas, libros, emociones nuevas.

 

A principios de 1985 empecé a trabajar en la Sección de Explotación del Barrio del Pilar, y fue en ese barrio donde eché raíces: vivía en la Plaza de Ribadeo y conocí a un buen amigo, “El Socio”, y a sus hijos, Óscar y Jesús Expósito. Esa cotidianidad madrileña se me fue haciendo entrañable. Aquel mismo año estudié en la academia Musi-Vox, preparándome para el ingreso en la Escuela de Arte Dramático. Fue una época luminosa, llena de sueños escénicos, de nombres nuevos como Rocío Verdasco o Blanca Fuertes, que compartían conmigo esa pasión por representar la vida.

 

Con veintiún años, España firmaba su adhesión a la Comunidad Europea, y yo firmaba también una alianza: con la palabra escrita. Vivía de nuevo en el Barrio del Pilar, en una habitación alquilada a doña Felisa Moreno. Por las noches, leía en la Biblioteca “Conde de Elda”, y en los bares del barrio—como Cheviot o Don Goyo—me encontraba con la calle viva, mientras los versos nacían en cuadernos arrugados. Ganaba unas 69.438 pesetas al mes y escribía sin parar: Negación, Visión, Zona Norte.

 

En 1986 registré mi primer libro de poemas, Viento de polvo y éter, y ese pequeño gesto fue un pacto conmigo mismo: tomaba en serio mi vocación. Me saqué el pasaporte y cambié de sección en la Caja Postal, ahora en Santa Engracia. Mi dirección era C/ Santiago de Compostela, 46.

De día, ordenanza; de noche, soñador. Empecé a colaborar en revistas como Eco Norte y luego Área Norte, donde me convertí en redactor.

 

A los 23 años, ya era una voz habitual en Área Norte. Publicaba artículos mensualmente: Usted puede mejorar su memoria, Una meta, Esperanza… Un poema mío fue publicado en el programa de fiestas de Melegís: Verde corazón del valle. La palabra era mi brújula. Conocí a Carlos Junyent, el director de la revista, y al círculo que lo rodeaba: artistas, periodistas, poetas.

Mi texto "Esperanza", mezcla de prosa y revelación íntima, fue quizá uno de los más sentidos de aquel tiempo.

También colaboré con comercios del Barrio del Pilar buscando publicidad para la revista Área Norte, mientras anotaba vivencias en cada esquina de cafeterías como Price’s o Kantuta, en cada revelado en Foto Cine Sarrate, en cada paseo por La Vaguada.

En el verano de 1987 fui al Teatro Reina Victoria a ver "Usted puede ser un asesino", y me divertí como pocas veces.

Escribí "Irisación fantástica", un texto donde la belleza imaginada se volvía real. Mi sueldo en la Caja Postal subía hasta las 75.351 pesetas, pero mis ganancias verdaderas estaban en los sentimientos, en las letras, en la vida compartida.

En 1988 entré en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de la calle La Palma. En una de las asignaturas, Seminario, grabamos un corto de humor, y a mí me tocó interpretar a Charlie Chaplin. Me divertí como un niño. Estudiaba con gente muy variopinta, como Maribel Robles y su hermana Rocío, o Alberto Romero. Y entre clases, trabajo y artículos, me empapé de cultura popular: series como El precio justo y Las chicas de oro. Todo eso era parte de mí.

Madrid me ofrecía entonces su cara más abierta y contradictoria: el compromiso con la palabra, los trenes que cruzaban la ciudad con mi abono transporte recién estrenado, las exposiciones de barcos en La Vaguada, los cafés donde escribía en servilletas, los días nublados donde solo me acompañaba la voz interior que me dictaba versos.

 

A veces me sentía como si viviera entre dos mundos: el de la rutina del trabajador madrileño y el del joven andaluz que soñaba en alto, que no dejaba de buscar respuestas en los libros, en las calles, en los ojos de las personas que encontraba por el camino.

 

Entre los veinte y los veinticuatro años, no solo crecí. Me definí. La poesía no fue un pasatiempo: fue una forma de existir. Y Madrid, con sus luces y sus prisas, fue la página abierta donde empecé a escribir la historia de lo que estaba llamado a ser.